Sin estridencias alzas el eco de tu conciencia.
Tu senectud traza imágenes
en la memoria
y como una noria loca baila
y se pierde
buscando tras de las nubes,
la dulce lluvia.
Agua morada e insípida deja
llagas en tu esencia
y un hedor fiero y tenaz no
se aparta de tu lado.
La hecatombe ha derrumbado
paredes y tejados.
Entre la maleza del monte
abundan los matorrales.
Zarzas, jarales, quejigos, y
calveros orgullosos
de peñascales enhiestos de resistente granito.
Por la pendiente angosta de
tal sendero,
de tu talante has perdido todas las plumas.
¿Qué fue primero tu memoria
o el tiempo sin aguaceros?
La espesura del monte te
protegía
pero lejos del agua, de sed
morías.
Cuando nace la aurora, llora
el rocío:
sus lágrimas morenas hijas
de un río son
que discurre por un valle encajonado
buscando el sur.
Tu memoria se pierde en las
callejas de la ciudad.
Resuenan tus pisadas y un palo
zumba,
tozudo e insistente sobre un
tambor.
Va cantando en la noche de los
horrores.
¡Atención!
Lo que hoy son cenizas
fueron ayer, fragantes flores.
Tu ocaso fue un tiempo
recién nacida,
niña crecida, mujer alegre y
agradecida,
añosa dama de buen decir,
jubilada feliz y enamorada de la vida
y, en armonía, disfruta del crepúsculo en su balcón.
La puerta de tu substancia
dejas abierta de par en par.
No le interesa tu cuerpo a
esa Dama Tenebrosa
lo que busca, pues está
helada,
es el calor de tu alma.
La Muerte, para seguir
viviendo,
ha de ir aprisionando
ese postrero calor
que exhalan todos los
cuerpos.